Sara Malagón Llano
En nuestra anterior entrega nos referimos a la inclusión, en el último número de la revista AMEXFIL, de dos artículos que debatían acerca del futuro de la filatelia. En esta oportunidad les invitamos a leer un muy interesante reportaje de Sara Malagón Llano, publicado en la revista Arcadia, en el que a propósito de EXFILBO 2016, la exposición nacional de Colombia, se pasa revista a esto que la autora llama pasión de viejos.
Los objetos sin valor, los
muebles de gusto dudoso, hasta los viejos
abrigos descosidos. Las cosas más comunes, de hecho, pueden
revelar escenarios de inusitada pasión.
abrigos descosidos. Las cosas más comunes, de hecho, pueden
revelar escenarios de inusitada pasión.
Lorenza Foschini
“Algunos dicen que somos unos viejitos babosos. Pero siempre
digo que el hombre primitivo era cazador. Y en la tribu el que cazaba era
respetado. Buscaba la presa, la conseguía y la llevaba a casa. Cuando se
acababa la comida, volvía nuevamente a cazar. Así somos los filatelistas:
cazadores del mundo moderno, en búsqueda de aquella pieza que nos haga falta, y
la buscamos hasta que la encontremos. Una vez encontrada, la ponemos en nuestra
colección y salimos en búsqueda de otra”.
Darío Díez Vélez llama a esto una “explicación romántica” del
ánimo coleccionista del filatélico, de aquel que siente pasión por coleccionar
billetes, monedas, estampillas, sobres postales.
La palabra viene del griego “filo” y “atéleia”, y vendría a
significar algo tan raro como “amor por la exención de impuestos” o “amor por
lo ya pago”. Es, para algunos, una actividad similar a coleccionar arte. Para
otros, una manera de adentrarse en la historia de un país. Antes se decía que
la mejor forma de aprender era viajando o coleccionando estampillas, y hay
quienes afirman que en las primarias españolas había clases de Historia, pero
también de Historia a través de la filatelia.
Es una afición para espíritus investigativos, un método de
aprendizaje de la historia a través de los objetos, de lo que ellos tienen para
decirnos. No en vano, como dice Deleuze, aprender concierne esencialmente a los
signos, que son “el objeto de un aprendizaje temporal, no de un saber
abstracto. Aprender es considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran
signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea ‘egiptólogo’
de algo (…). Todo acto de aprender es una interpretación de signos o de
jeroglíficos”.
Pero verdaderos jeroglíficos fueron, para mí, los que encontré
en la exposición de estampillas que se inauguró en la primera semana de julio
en la Academia Colombiana de Historia. Lo confieso: no sabía siquiera qué
significaba “filatelia” cuando recibí el comunicado de prensa de la exposición
a través, claro, de un correo electrónico. Jamás he recibido una carta con su
respectivo sello postal y nunca había contemplado una estampilla de cerca.
Había más de 240 marcos que presentaban cientos de estampillas
agrupadas por autor y por tema. “Enteros postales de Colombia”; “Cruz Roja
colombiana”; “Amigo y trabajador incansable: el perro”; “Vaticano – Tarjetas
Postales”; “La orquídea, un tesoro natural”. Marcos de coleccionistas
consagrados y marcos de aprendices menores de 18 años. Y entre los marcos,
señores elegantes, representantes de la filatelia colombiana y del Club
Filatélico de Madrid -invitado de honor-, algunos estudiantes en uniforme de
colegio. Y es que los filatelistas inician sus colecciones muy niños, cuando
los padres les inculcan el oficio a sus hijos, o después de los 40, cuando se
tiene más tiempo y más dinero, ya sea para volver a esa vieja afición o para
adquirirla.
Hablarles de filatelia a los jóvenes es sin duda más extraño que
hablarles del coleccionismo de acetatos, aunque las estampillas todavía se
produzcan y sigan cumpliendo la misma función que tienen desde mediados del
siglo XIX: certificar el pago del envío de una carta o una encomienda. Pero
internet, los nuevos sistemas de porteo alternativos a la estampilla y la baja
difusión de la cultura filatélica han contribuido no sólo a que los jóvenes no
sepan de qué se trata; también a la disminución considerable del número de
filatelistas.
Darío Diez |
El Club Filatélico de Bogotá, que es tal vez la asociación más
sólida en el país alrededor de la estampilla, pasó de tener 200 socios en el
año 2000 a tener 44 en 2012. Ahora son alrededor de 30, que pagan 300.000 pesos
anuales por la membresía y se reúnen dos veces a la semana, los jueves en la
noche y los sábados en la mañana. Hacen conferencias, conversan sobre
estampillas, organizan las muestras, compran, venden, intercambian. “Es para
mantener a los socios unidos”, dice Darío. “Afortunadamente existe, pero se
está empequeñeciendo ¡porque nos vamos muriendo! Nada que hacer, es así”.
Sin embargo, dice Darío, Colombia es una tierra de grandes
filatelistas. Nombra a algunos: el suizo Hugo Goeggel, el alemán Dietter
Borfel, el paisa Juan Santamaría. Muchos han muerto y les sigue una generación
que en sus palabras “va a morir pronto”, pero que aún se destaca en las
exposiciones internacionales.
Según
Santiago Cruz, presidente de la Federación Filatélica Colombiana –que agrupa a
los clubes de Bogotá y Medellín–, en Colombia hay alrededor de 2.300
coleccionistas. Y ese número se soporta en un censo de coleccionistas oficiales
que se hizo en 1970, que a su vez coincide con los datos de quienes están
suscritos a 4-72, el operador postal oficial de Colombia.
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