Las cartas, papeles que van de mano en
mano, han sido consideradas como fuente de transmisión de enfermedades, y
cuando las epidemias diezmaban poblaciones sin que existieran conocimiento
científicos suficientes para entenderlas o controlarlas, se extremaban medidas
para evitar posibles contagios. Desinfectar la correspondencia era uno de
ellos.
En 1842 se desató en Guayaquil una epidemia
de fiebre amarilla, durante la cual se destacó la actitud valiente y decidida
de Vicente Rocafuerte, entonces Gobernador de la provincia; el 31 de agosto de
ese año había llegado al puerto la goleta británica Reina Victoria con varios
enfermos a bordo, pero el encargado de la inspección sanitaria no hizo
observación alguna y autorizó el desembarco; la enfermedad se extendió por la
ciudad y, según Julio Estrada Ycaza, mató a cinco mil personas hasta febrero de
1843 (El Puerto de Guayaquil, tomo 2, Archivo Histórico del Guayas, 1973, p.
89), lo que en ese tiempo representada la cuarta parte de la población de la
ciudad.
La inspección de sanidad era un requisito
que debían cumplir los buques que arribaban a Guayaquil, para que se pudiera
autorizar el desembarco de quienes en ellos venían. Había, para el efecto, un
Reglamento de Visitas de Sanidad en los puertos del Ecuador, que regulaba las
medidas que debían adoptarse para evitar que la ciudad pudiera verse afectada
por las enfermedades que se hubieren producido a bordo de los barcos.
Una de esas medidas se refería al
tratamiento que debía darse a la correspondencia transportada por los buques.
“Los buques que traigan correspondencia
oficial o del público, y tengan alguna novedad por la que se declare en
cuarentena –decía el artículo 9 del Reglamento-, podrán sin embargo
desembarcarla, pasándola antes por la desinfección, por medio de los cloruros”.
Desatada una epidemia, los barcos preferían
no arribar a los puertos afectados (la fiebre amarilla generó una grave crisis
económica en Guayaquil) y los puertos cercanos adoptaban medidas para
protegerse ante posibles contagios.
“El Correo”, un periódico que se publicaba
en Guayaquil en ese tiempo, dio a conocer en su número 69, correspondiente al
22 de enero de 1843, las medidas que se habían adoptado en el Perú para evitar
que la fiebre amarilla se extendiera a ese país.
Todo buque proveniente de Guayaquil, o de
cualquier otro puerto del norte, hasta Panamá, decía un Decreto del encargado
del Poder Ejecutivo en ese país, sufrirá “la más rigurosa cuarentena”.
Vicente Rocafuerte durante la epidemia de fiebre amarilla de 1842 (alto relieve en el monumento a Rocafuerte en Guayaquil) |
También en este caso, la cuarentena incluía
medidas para desinfectar la correspondencia. “Las cartas –decía el Decreto- se
picarán y mojarán en vinagre antes de pasar a la estafeta”.
En el número 70 de “El Coleccionista
Ecuatoriano” se publicó un Decreto de Antonio Elizalde, Gobernador de
Guayaquil, que en 1849 dictó disposiciones para impedir el contagio de la
epidemia de cólera que se había extendido desde California hasta Panamá, en el
que se explica con detalle el procedimiento de desinfección.
La correspondencia transportada por los
buques declarados en cuarentena debía entregarse en una caja de madera “de
media vara de largo y una tercia de ancho, y de una altura proporcionada,
agujereada por la parte de abajo y con un gancho en la mitad de la parte de
arriba”. En el bote que debía recoger el correo se debía recibir la caja
utilizando un asta, para que no sea necesario abordar el barco.
Recibidas las cartas en el interior de la
caja, ésta debía sumergirse en agua salada por dos minutos, “después de lo cual
se suspenderá al aire para que destile; y una vez que haya verificado la
completa destilación se extenderá en el bote la correspondencia. Al llegar a
tierra. Se picarán todas las cartas e impresos con puntas preparadas al efecto,
y se sumergirán por espacio de dos minutos en una cuba de vinagre; y pasadas
estas operaciones se procederá a formar la lista de la correspondencia”.
Lo que nos espera con este coronavirus, la historia dice mucho.
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