Charles Lindbergh
Gerardo Machado, presidente de Cuba, condecora a Lindbergh con la Gran Cruz de la Orden de Miguel de Céspedes |
El aeroplano causa pánico a las aves marinas
Volaba sobre el río Canuto y diez millas hacia el sur estaba el Golfo de Guacanayabo. El terreno se dilataba plano y sin interrupciones topográficas hasta ciertas lomas que apenas dibujaban sus riscos en el azul del horizonte. A lo largo de la costa descansaban innúmeras y variadas aves marinas que manifestáronse alarmadas con el aeroplano y volaron en dirección a otras playas más lejanas, invadidas del pánico más grande.
Se podía mirar el fondo del mar hasta una milla de distancia de la playa. Dos tiburones lucían sus habilidades natatorias entre miles de pescados de menor tamaño. Algunas aves se sintieron impotentes para seguir adelante del avión y cerrando las alas se precipitaron a las olas. Después de atravesar por un verdadero océano de cañaverales en el interior de la isla, llegué por fin a La Habana a las 3:40 p.m.
La hermosa ciudad hizo muchas y especiales deferencias conmigo. En la fecha de mi visita estaba atestada de americanos de los distintos países que se habían reunido para celebrar el VI Congreso panamericano y sentar nuevas bases para incrementar las relaciones internacionales entre ellos. La capital de Cuba mantiene toda clase de relaciones con nuestro continente y en el aeródromo estaban los tres aviones de tres motores que hacen viajes diarios entre La Habana y Key West. Allí inspeccioné el mío y constaté su buen funcionamiento. Solo le hacía falta combustible para el viaje de retorno a los Estados Unidos. El motor estaba tan nuevo como al principio y la nave y sus alas, no obstante la diversidad de climas que había atravesado, demostraban ligero desgaste.
Había pensado volar desde La Habana a Key West y dirigirme desde allí al Golfo, para escoger un punto propicio de la costa para seguir en línea recta hasta San Luis, pero consecuente con mi idea de no emprender en vuelos largos e innecesarios sobre el agua en aparatos provistos de un solo motor, resolví reducir esos saltos a su mínima expresión.
En La Habana, el gobernador de la plaza, señor Gómez, me entregó las llaves de la ciudad, en presencia del pueblo, que se hallaba congregado en el parque central. Días antes había también llegado a La Habana el presidente Coolidge a bordo del Texas para inaugurar las sesiones del prenombrado Congreso.
El presidente de la República, señor Machado, condecoró también al aviador americano con la Gran Cruz de la Orden de Miguel de Céspedes, que es el honor más grande que cuba puede otorgar, pues solo existen en la actualidad seis personas que han recibido ese favor.
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