Charles Lindbergh
A cincuenta pies de altura sobre los famosos llanos
Al final de la segunda hora de travesía, en entoldó el cielo, y me vi obligado a invertir mi carrera. Aunque la velocidad no era excesiva y la elevación se registraba en 10.500 pies, temía chocar con alguna montaña, oculta entre la niebla, pues sabía demasiado que con tan modesta altitud era más allá de locura el intento de trasmontar la orgullosa cordillera.
Después de volar haciendo espirales por el lapso de veinte minutos, el altímetro registraba la altitud de 12.000 pies; entonces creí llegado el momento de traspasar una de esas lomas que todavía estaba envuelta en denso sudario de niebla. Así vencí la región montañosa para luego dirigirme hacia un espacio luminoso que correspondía a mesetas cubiertas de pastos. Dando vueltas me hallaba, para evitar una tormenta local, que se cernía sobre mi cabeza, cuando se me presentó el vasto espectáculo de los celebrados llanos en donde podía aterrizarse a discreción, en cualquier lugar.
Estos grandes llanos que registran una elevación de mil pies sobre el nivel del mar, se encuentran cubiertos con crecidos rebaños de ganado vacuno. Descendía corta distancia del suelo para observar más de cerca sus peculiaridades y hallé que no solamente había reses sino que también pastaban por allí manadas de chanchos, pero que no parecían ser exactamente chanchos sino que diferían en algo que, después de mirarlos más de cerca, constaté se trataba de pecarís o puercos saínos, que tienen una pequeña glándula de almizcle en el lomo.
Lindbergh en Caracas |
Asustados por la máquina, huyeron despavoridos y se ocultaron en el agua y salvaron a nado el río. También vi una pareja de antílopes. En el resto del llano había antílopes, pecarís y mucho ganado desparramado. Multitud de pájaros merodeaban por allí y se acercaban tímidamente a reconocerme. Algunos eran de color brillante intenso, muy diferentes de los que había visto en los trópicos, muy rojos los pequeños y los más crecidos de color rosáceo; tal vez eran flamencos.
Corriendo parejas con el sol para llegar al campo de aviación de Maracay
Anduve cosa de 400 millas desde la sección montañosa y como había tocado en los llanos que son inmensas extensiones cubiertas de grama, que no ostentan la menor característica que pudiera tomarse como marca de señal, me encontré nuevamente descaminado, hasta que distinguí allá, muy lejos, los picachos de la cordillera de Mérida.
Veía adelante las colinas que circundan la ciudad de Caracas, que era preciso vencerlas antes de llegar allá.La niebla era tan espesa que era punto difícil traspasarla y solo cabía rodearla con dirección al sur, hasta encontrar una abertura por donde mirarla desde el mar. En esta búsqueda permanecí dos horas.
Me localicé a 150 millas al este de Caracas entre eso de las 4 de la tarde y como el sol se pone allí a las 6 y podía complicarse mi entrada por los grandes nubarrones que ya comenzaban a circular en el horizonte, resolví viajar con la velocidad más grande, pues que si no arribaba al campo aviatorio de Maracay con oportunidad, no hubiera dispuesto sino de cortos minutos para buscar un lugar de aterrizaje improvisado, que podía resultarme fatal.
Abrí una de las llaves hasta donde era posible y volé como loco para llegar antes de que obscurezca al punto ya señalado. Conforme me iba acercando a Caracas la costa se iba poniendo rocallosa hasta que en vez de playas cubiertas de arena solo se distinguían acantilados inaccesibles. La parte de ferrocarril de la Guaira hasta la capital estaba así mismo escondida en la niebla y no había otro recurso que explorar por el lado de la costa y regresar atrás, hasta hallar un lugar desde donde pudiera dirigirme con seguridad a mi destino, que lo logré atravesando un valle abierto, y aterrizando en Maracay pocos minutas antes de la puesta de sol.
La mayor parte de mi viaje desde Bogotá a Caracas lo hice por lugares donde el establecimiento de líneas aéreas sería cosa resuelta.
Del campo de aterrizaje se me condujo en automóvil hasta la ciudad de Caracas, atravesando por una carretera asfaltada que tenía una extensión de setenta millas y la distancia entre las dos ciudades es apenas la mitad. Esta fue la última etapa de mi viaje en el continente sudamericano.
Nadie puede gloriarse en el mundo de poseer mayor caballerosidad que los latinoamericanos, pues todas las clases sociales acuden solícitas para agasajar al huésped y le extiende su simpática y sincera hospitalidad. Todos, absolutamente todos, desde México hasta Caracas, todos son caballerosos y decentes, y nadie quedó que no me hiciera saber el grado de admiración que le causaba mi viaje desde tierras remotas hasta el corazón de sus ciudades hermosas y progresistas.
En Caracas se me permitió depositar una ofrenda floral en la tumba del gran Libertador Simón Bolívar, en su mausoleo del Panateón Nacional. Acompañado de la flor y nada de la sociedad caraqueña, deposité conmovida tan insignificante muestra de aprecio y respeto al fundador de cinco repúblicas hermanas.
Menú de almuerzo ofrecido por el Comité Venezolano de la Sociedad Panamericana, con motivo de la visita de Lindbergh a Caracas, autografiado por el piloto |
Veía adelante las colinas que circundan la ciudad de Caracas, que era preciso vencerlas antes de llegar allá.La niebla era tan espesa que era punto difícil traspasarla y solo cabía rodearla con dirección al sur, hasta encontrar una abertura por donde mirarla desde el mar. En esta búsqueda permanecí dos horas.
Me localicé a 150 millas al este de Caracas entre eso de las 4 de la tarde y como el sol se pone allí a las 6 y podía complicarse mi entrada por los grandes nubarrones que ya comenzaban a circular en el horizonte, resolví viajar con la velocidad más grande, pues que si no arribaba al campo aviatorio de Maracay con oportunidad, no hubiera dispuesto sino de cortos minutos para buscar un lugar de aterrizaje improvisado, que podía resultarme fatal.
Abrí una de las llaves hasta donde era posible y volé como loco para llegar antes de que obscurezca al punto ya señalado. Conforme me iba acercando a Caracas la costa se iba poniendo rocallosa hasta que en vez de playas cubiertas de arena solo se distinguían acantilados inaccesibles. La parte de ferrocarril de la Guaira hasta la capital estaba así mismo escondida en la niebla y no había otro recurso que explorar por el lado de la costa y regresar atrás, hasta hallar un lugar desde donde pudiera dirigirme con seguridad a mi destino, que lo logré atravesando un valle abierto, y aterrizando en Maracay pocos minutas antes de la puesta de sol.
La mayor parte de mi viaje desde Bogotá a Caracas lo hice por lugares donde el establecimiento de líneas aéreas sería cosa resuelta.
Del campo de aterrizaje se me condujo en automóvil hasta la ciudad de Caracas, atravesando por una carretera asfaltada que tenía una extensión de setenta millas y la distancia entre las dos ciudades es apenas la mitad. Esta fue la última etapa de mi viaje en el continente sudamericano.
Nadie puede gloriarse en el mundo de poseer mayor caballerosidad que los latinoamericanos, pues todas las clases sociales acuden solícitas para agasajar al huésped y le extiende su simpática y sincera hospitalidad. Todos, absolutamente todos, desde México hasta Caracas, todos son caballerosos y decentes, y nadie quedó que no me hiciera saber el grado de admiración que le causaba mi viaje desde tierras remotas hasta el corazón de sus ciudades hermosas y progresistas.
En Caracas se me permitió depositar una ofrenda floral en la tumba del gran Libertador Simón Bolívar, en su mausoleo del Panateón Nacional. Acompañado de la flor y nada de la sociedad caraqueña, deposité conmovida tan insignificante muestra de aprecio y respeto al fundador de cinco repúblicas hermanas.
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