domingo, 21 de enero de 2018

EL VIAJE DE LINDBERGH A SUDAMÉRICA (II). VEINTISIETE HORAS DE VUELO

Charles Lindbergh


Perdido en México

El altímetro registraba mil metros de altura y me hallaba en pleno dominio de las nubes cuando cruzaba por encima de la primera cadena de montañas; pocos minutos más tarde divisé los rieles de una línea ferrocarrilera que conducía hasta cierta ciudad cuyo nombre no pude reconocer. En este punto cometí un error muy lamentable en la navegación, pues equivoqué mi localización, pareciéndome hallarme con dirección sur, cuando en efecto sucedía lo contrario. En consecuencia, no tuve otro remedio que enmendar la plana y volví a recorrer lo andado hasta volver nuevamente a caer en igual falta y aunque hice cuanto pude para salir avante, tuve que hacer notables esfuerzos para poder orientarme y la culpa la tenían los malos mapas de México que los compré en los Estados Unidos, que no contenían datos precisos ni indicaban las características del terreno. Ocasionalmente pasé por encima de un ferrocarril de trazado curvo; pero cuando quise mirar mi mapa, encontré que todas las líneas eran de construcción recta. La seguí desde los aires hasta tocar con una estación de regular tamaño cuyo nombre no pude alcanzarlo a pesar de mis reiterados esfuerzos que sin duda no lo habían colocado, por no creerlo necesario.

Ninguno de los lugares por los que pasaba yo en mi aeroplano, correspondía por lo visto a los nombres que exhibían los mapas y pensé que tal vez se los habría cambiado de nombre o que algo particular ocurría conmigo, que no me era posible localizarme en alguna forma.

El New York Times informa sobre la llegada de Charles Lindbergh a México

(Cuando llegué a México se me obsequió con varios mapas hechos en el país que tenían asombrosa precisión con los que fue ya cosa sencilla viajar por el resto del territorio mexicano, con absoluta seguridad como si me encontrara en Estados Unidos).

Ascendí hssta la altura de 12 mil pies.

El monte Toluca es una atalaya del camino

Los ríos seguían su curso con dirección sur, y hacia el este se divisaba un pico de montaña muy alto y hermoso, que capitaneaba a otros picachos de menor elevación en la misma cadena. El terreno que quedaba bajo mis ojos era por demás escarpado y completamente deshabitado.

Pude orientarme fácilmente, gracias a la dirección que llevaban los ríos y me dirigí resuelto hacia el pico, que de acuerdo con el mapa que llevaba, no era otro que el monte Toluca.

Después de una hora llegué a la ciudad más grande que pude observar en el trayecto, después de Tampico. Mi primera diligencia fue dirigirme a la estación ferrocarrilera para mirar el nombre de esa ciudad lo que no fue posible, pero sí leí con claridad el letrero que decía Hotel Toluca , pintado en uno de los edificios cercanos a la estación.

Hallé en el mapa, que Toluca estaba situado a treinta millas al oeste de la ciudad de México. Seguí mi camino y después de pocos minutos más de haber cruzado una pequeña cordillera la hermosa capital se exhibió extensa y radiante a mi vista.

Entonces comprendí que mi equivocación había sido muy grande y que había perdido miserablemente el tiempo, cosa de dos o tres horas, gracias a la imprecisión de los mapas.

Llegué al campo de aviación después de veinte y siete horas quince minutos de vuelo continuado desde el momento en que abandoné el aeródromo Bolling Field, o sea una hora y quince minutos más del tiempo que yo había calculado.

Cuando se generalicen esta clase de viajes será necesario que los nombres de los pueblkos y de las ciudades aparezcan pintados en caracteres visibles en algún lugar prominente. En muchas de las ciudades de los Estados Unidos se está haciendo lo propio para poder servir de guía a más de un piloto que se encuentre de paso por esos lugares luchando con tempestuosas atmósferas.

El Presidente de México y el Embajador de Estados Unidos dan la bienvenida al aviador

De izquierda a derecha, Dwigth Morrow, Embajador de Estados Unidos
en México; Plutarco Elías Calles, Presidente de México; y Charles Lindbergh
Un grupo enorme aguardaba el aterrizaje en el campo de aviación y tan luego como llegué al suelo fue cordialmente saludado pro el general Calles, que como dije antes, me había invitado para que fuera a México, y por el embajador norteamericano Mr. Morrow, en cuya casa me hospedé durante mi corta estadía allí.

A la mañana siguiente, y en compañía de unos cuantos aviadores mexicanos, efectuamos vuelos por encima de la ciudad y sus extramuros.

El campo de aviación de la ciudad de México es excelente a pesar de que los cambios del viento son excesivamente violentos, sin duda porque la capital se encuentra construida en la cuenca e los montes, pues que mudó en proporción a 180 grados en pocos segundos.

Mientras volábamos por encima de la ciudad se me vino a la imaginación del figura del gran Cortés, que tanto tuvo que luchar hasta llegar allá; aunque hoy en el día ya casi nada le queda a esta ciudad de sus antepasados aztecas. Con sus calles anchas y avenidas extensas perfectamente pavimentadas tiene un aire de modernización que se respira en todos lados y parece más bien la obra perfecta de un artista.

Se hace duro creer que esta ciudad se encuentre a 8.000 pies de altura sobre el nivel del mar coas que se puede experimentar tan solo cuando se eleva a regular altura del campo de aviación. El aire es tan enrarecido que hace falta impulsar al aparato con una carrera larga y violenta. Los aviadores mexicanos tienen que luchas con esos obstáculos en sus distintas actividades aéreas, por su constancia y valor son admirables y ensayan vuelos todos los días del año, hasta dominar con habilidad las condiciones adversas que derivan de la topografía del terreno, los montes cercanos, vientos mudables y la elevación.

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