domingo, 18 de febrero de 2018

EL VIAJE DE LINDBERGH A SUDAMÉRICA (VI). EL SALVADOR Y HONDURAS

Charles Lindbergh


Cordial bienvenida en El Salvador

Cuando me acercaba a la ciudad de San Salvador divisé en el horizonte uno de los aviones que se había despachado para que me diera el encuentro y según juzgué no me reparó sin duda por la dificultad que hay, según propia experiencia, de saber con certidumbre la dirección que trae el aeroplano visitante. Aquí como en las otras repúblicas centroamericanas se me prodigaron calurosas manifestaciones de entusiasmo y el día de mi partida, un escuadrón de aviadores militares salieron a encaminarme a respetable distancia. 

Resolví usar la línea aérea noreste con dirección a Tegucigalpa. El tiempo era espléndido y las condiciones luminosas del día no podían ser más apetecibles. Ascendí hasta marcar 4.000 pies pasando muy luego por encima de las ciudades de Cojutepeque y Sensuntepeque; exploré los contornos de las montañas donde el río Lempa forma la línea divisoria entre El Salvador y Honduras.

Lindbergh aterriza en El Salvador

El aviador tiene que luchar a brazo partido con el viento

Apenas había concluido de pasar el río Lempa que un viento terrible comenzó a soplar sobre los montes circunvecinos. Las nubes se movían con inusitada rapidez y por el espacio de quince minutos tuve que luchar con el huracán más terrible que haya yo experimentado en mis vuelos anteriores, que jugaba con mi aparato como si fuera una simple hoja, lanzándole de flanco y varias veces tuve que asirme fuertemente para no ser arrebatado fuera de mi asiento. Las anteojeras que estaban suspendidas de la palanca estabilizadora de control volaron contra la cubierta de la cabina, y cayeron sobre la parte trasera, rompiéndose completamente.

Miguel Paz Baraona, presidente de Honduras,
recibe a Charles Lindbergh
Los huracanes provienen pues de las corrientes y no se forman en los pliegues como ordinariamente se cree. El aeroplano que pasa de una corriente ascendente a otra descendente es arrastrada hacia abajo en proporción a la velocidad de las corrientes encontradas. Esta fue la parte más accidentada de mi viaje desde que salí de los Estados Unidos.

Más adelante pude disponer de viento más favorable a la elevación de 6.000 pies, nivel aproximado con el fondo del campo nebuloso. Como una niebla muy espesa cubría las montañas me desvié ligeramente hacia el sur y reparé que ya me hallaba en territorio hondureño, pues el río Goascorán hacía brillar en el espacio sus argentadas linfas.

Para poder seguir adelante sin equivocarme examiné escrupulosamente los tres mapas que llevaba a fin de deducir con certidumbre mi posición actual. Uno de estos mapas lo había comprado en una papelería, el segundo lo había sustraído de un mapa mural y el tercero lo había arrancado de una revista. Bien luego descubrí las dos torres del inalámbrico que marcan la entrada a Tegucigalpa. Llovía torrencialmente sobre la ciudad y de una colina cercana se escapó el estampido de cañones y aunque no me hicieron la menor impresión, sin embargo supe agradecer el saludo marcial dándoles el mío en forma de tres vuelos a poca distancia del suelo y aterricé.

Dos días pasé con mis amigos de Tegucigalpa, al cabo de los que, y con mucho sentimiento de mi parte, volví a elevarme para el salto a Managua, el 5 de enero de 1928.

Todo ese trayecto lo cubrí con un vuelo a 8.000 de elevación. Crucé la frontera de Honduras-Nicaragua, cerca del río Negro que desemboca en el golfo de Fonseca.


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