Charles Lindbergh
El primer avión sobre Honduras inglesa
Enderecé el compás de mi brújula hacia Belice y atravesé por encima de terrenos montañosos y deshabitados. De tarde en tarde veía chozas de ramas y ligeras sementeras al contorno, mas en todo el trayecto no encontré un solo lugar aparente para el aterrizaje, si se hubiera hecho ésto necesario.
Conforme me acercaba a la costa la región montañosa iba disminuyendo y como había mucha niebla, elevé el aparato a una altitud de 6.000 pies para evitarla. Esta niebla se encontraba localizada sobre las cimas de los árboles y me impedía bajar para reconocer el terreno y solo me movía a ciegas guiado por los instrumentos.
Por último ya pude notar que me restaba poco tiempo para llegar a Belice, mas tenía que recorrer una distancia de 25 millas a lo largo de la playa sobre la que crecían franjas de palmeras. Divisé el campo de polo y descendí sin obstáculos. Según supe después, era yo el primer aviador que había aterrizado en esa colonia británica, en donde se me prodigó la hospitalidad clásica y muy característica de los ingleses. Después de una noche de entusiastas fiestas fui invitado a una regata en el hermoso río Belice, en donde experimenté, una vez más las ventajas y encantos del idioma propio. Tampoco pudiérase en esta parte de Centroamérica efectuar un aterrizaje imprevisto dada la vegetación cerrada de los campos que están cubiertos con selvas de mangos, y allí donde es tan difícil mantener caminos la llegada a un lugar habitado requería muchos días de penosa marcha. A algunas millas del río se hallan los jardines botánicos del gobierno donde se hacen experimentos de plantas y árboles nativos.
El Spirit of St. Louis aterriza en Belice |
Temprano, en la mañana, el gobernador Sir John Burdon concurrió al campo de polo acompañado de una banda de música y numerosa cantidad de gentes que deseaban presenciar mi despedida. El orden más perfecto pude observar en el público que se hallaba congregado formando dos alas. Aquí no tuve el menor recelo de estropear a alguno, dato que aumentó mi gratitud para con las autoridades policiales, pues era una buena muestra de lo que es y vale la disciplina británica.
Di una vuelta extensa encima de la ciudad y coloqué mi brújula en dirección a San Salvador. El aire desapacible sacudía violentamente el compás magnético y si no hubiera contado con mi aparato inductor de tierra que me servía de guía no me habría sido posible volar con derechura. La línea de vuelo me llevó a lo largo de la costa como cuando llegué a Guatemala.
El escenario era inusitadamente interesante y se podía ver con claridad la floresta que extendía sus tentáculos en el bajío y en la costa del Golfo se veían manchones verdes de los árboles de mango y un tanto más obscuro de las palmeras reales.
Tan luego como pasé por la ensenada de Santa Ana, había ya concluido la Honduras Británica; crucé inmediatamente el Golfo de Amatique y volé entre Livington y Puerto Barrios. En las partes centrales del valle y a lo largo de costa se divisaban las extensas plantaciones de bananos que han convertido rápidamente a ese país en millonario con sus cosechas permanentes del indispensable fruto que ha obligado que los capitales yankees se inviertan en la construcción de vapores especiales encargados de transportarlos hasta las mismísimas nieves de Alaska. A poca distancia de Livingston me pareció ver el dragado considerable de una mina de oro que había seccionado en parte la floresta causándole un corte longitudinal. Los terrenos demostraban sin embargo tener mayor populación que la que hay en Guatemala, la acrecentó considerablemente a medid que me acercaba a la frontera de la República de el Salvador. De cuando en cuando se divisaban las casitas de techos pajizos que al parecer no tenían comunicación con los contornos. Tal era su aislamiento que no se divisaba la menor señal de camino o sendero entre una casa con otra. Mi consideración de que esos lugares pudieran estar realmente habitados fue motivo de meditaciones románticas, ¿para qué salir de allí si se está allí completo?
Al contorno de cada cabaña de paja se veía un lote más o menos grande de terreno cultivado, y según se me dijo más tarde, los dueños de esos lugares sembraban de preferencia maíz para hacer sus tortillas. Las montañas salvadoreñas son en extremo rugosas y exhiben por todos lados precipicios y quebradas profundas. El mapa que utilicé en mis vuelos por El Salvador, le asignaba espacio insignificante que bien lo hubiera cubierto con mis dos dedos. Por esa razón mi navegación fue tan laboriosa y difícil.
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